No hay nada nuevo en que se nos recuerde que es necesario decir la verdad.
La cosa se complica cuando decir la verdad puede costarnos la libertad o
incluso la vida.
Según nos cuenta William J. Bennet, en una situación tal se encontró
Filóxeno (436-380 a. C), un sabio que vivió hace muchos años en la ciudad de
Siracusa, Silicia, en tiempos en que gobernaba Dionisio.
Dionisio era muy vanidoso y pensaba que todo lo
hacía bien. Por eso, cuando componía poemas, le gustaba reunir a sus cortesanos
y leerlos ante ellos. Lo que más disfrutaba era escuchar las alabanzas de sus
aduladores. Lo que nadie le decía a Dionisio es que sus poemas eran cualquier
cosa menos poemas.
Cierto día Dionisio decidió invitar a Filóxeno
a la corte, con el fin de que escuchara sus poemas y le diera su sincera
opinión. Y así ocurrió. Dionisio leyó lo mejor de su repertorio y con ansias
aguardó las palabras de admiración de parte del sabio. Pero esas palabras nunca
llegaron. En cambio, ante el asombro de los presentes, el sabio dijo que esos
versos no merecían el calificativo de poesía.
La ira de Dionisio fue tan grande que de
inmediato envió al anciano al calabozo. Ahí permaneció durante varias semanas
hasta que sus amigos lograron convencer al rey de que lo liberara. Dionisio
accedió, pero con una condición: Filóxeno tenía que escuchar sus nuevos versos y
dar su opinión.
El gran día llegó y Dionisio leyó su nuevo
repertorio. Como siempre, sus cortesanos aplaudieron y llenaron al rey de
halagos. Pero era la opinión de Filóxeno la que él quería escuchar.
-Dime, Filóxoeno –preguntó Dionisio- ¿qué te
parecieron mis poemas?
Después de permanecer callado durante un rato,
el anciano se puso de pie, caminó hacia los guardias, y les dijo en tono firme:
- Llévenme de regreso al calabozo.
Con asombro, los presentes aguardaron la
explosión de ira de Dionisio. Pero entonces ocurrió algo inesperado: el rey
ordenó a los guardias que dejaran al anciano retirarse en paz. Hasta un
vanidoso como Dionisio pudo darse cuenta de que un hombre de semejante valor
moral no merecía estar en la cárcel (adaptado de William J. Bennett, The Moral
Compass, La brújula moral, pp. 323, 324).
Una vez más había triunfado la honestidad.
He escogido el camino de la verdad. (Salmo 119: 30).
Tomado de Matutina “Dímelo de Frente” - Por: Fernando
Zabala