Si subiera al cielo, allí estás Tú, si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también estás allí. Si me elevara sobre las alas del alba, o me estableciera en los extremos del mar, aun allí tu mano me guiaría, ¡ME SOSTENDRÍA TU MANO DERECHA! (Salmo 139: 8-10).
-¿Cree usted en Dios? —le preguntó George Sylvester Biereck a Albert Einstein.
La respuesta del genio siempre me ha cautivado.
—No soy ateo —respondió el científico—. El problema que conlleva es demasiado vasto para nuestras limitadas mentes. Estamos en la posición de un niño dentro de una enorme biblioteca con cientos de libros escritos en diversos idiomas. El pequeño sabe que alguien debió haber escrito esos textos, pero no sabe cómo sucedió. Tampoco entiende los idiomas en los que están escritos. Además, intuye que existe un orden misterioso en su disposición, pero no sabe cuál es. Esa, me parece, es la actitud que un hombre inteligente debiera mantener respecto de Dios. Vemos el universo maravillosamente ordenado y obedeciendo ciertas leyes, pero solo entendemos escasamente dichos códigos.